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Foto del escritorICM Yucatán

Homilía Arzobispo de Yucatán – XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

“El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga” (Mc 8, 34).

Ki’óolal lake’ex ka t’aane’ex ich maya, kin tsik te’ex ki’imak óolal yéetel in puksi’ikal. Te’ domingoa’ Yuumtsile’ ku ya’alik to’one’ ti’olal u kuch cruz, yéetel u ya’alik a kuchik k cruz juuntúulií, ka xiiko’on tu pach. ¡Ki’óolal bejlaé u kiinil México!

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este domingo vigésimo cuarto del Tiempo Ordinario, en esta fiesta nacional del día de nuestra Independencia.

El pasado jueves 13 de septiembre, más de veintidós mil jóvenes marcharon en la Ciudad de México evocando la marcha del silencio ocurrida cincuenta años atrás. Los jóvenes de hoy protestaron en silencio por todos los signos de violencia de la que son víctimas en las calles y aún dentro de sus mismas escuelas. No cabe duda que el despertar de los jóvenes a la conciencia ciudadana es un signo de los tiempos que debemos agradecer a Dios y acompañar e imitar en nuestros muchachos y muchachas.

El día de ayer, sábado 15 de septiembre, en la festividad de nuestra Señora de los Dolores, fue publicada la carta pastoral de un servidor con motivo del próximo “Congreso Eucarístico Nacional”, a celebrarse aquí en Mérida en septiembre del 2019. Todos los sacerdotes, diáconos y consagrados la recibieron ayer en un archivo electrónico. Ustedes la pueden encontrar en la página web oficial de nuestra Arquidiócesis: arquidiocesisdeyucatan.org.mx

Durante este año tendremos congresos eucarísticos parroquiales, decanatales y provincial, antes del nacional. Será pues un “Año Eucarístico” para nosotros. Nos corresponde ser anfitriones del congreso nacional que congregará a diez mil o más personas que vendrán de todos los rincones de México a fortalecer su fe y devoción eucarística, así como las obras de caridad, justicia y compromiso social, que deben brotar de la Eucaristía.

Hoy estamos celebrando el día de nuestra Independencia Nacional, en esta fecha que marca el inicio de la lucha armada, con la que se logró finalmente en 1821 la deseada independencia. Desde el punto de vista de la fe, recordemos que el grito de independencia sucedió en el pueblo de Dolores, que fue en un domingo igual que hoy y que el día anterior se tuvo la gran fiesta patronal de nuestra Señora de los Dolores. Esto era un buen presagio de que nuestra Madre, tan cercana a los dolores redentores de su Hijo Jesús, estaría igualmente cercana a la cruz de los mexicanos, especialmente de los más pobres.

En muchos lugares del mundo la fiesta de la Santa Cruz se celebra, no el 3 de mayo como lo hacemos aquí, sino el 14 de septiembre; por eso la fiesta de nuestra Señora de los Dolores está colocada el 15 de septiembre. Para ir más adelante en el marco religioso de nuestra Independencia, la convocatoria para esta lucha la hizo el cura de Dolores, el sacerdote Miguel Hidalgo y Costilla, siendo la primera bandera mexicana que siguieron nuestros antepasados en la lucha por la independencia, el estandarte de la santísima Virgen de Guadalupe, lo cual la convierte en un verdadero símbolo patrio, además de una parte imborrable de nuestra cultura e idiosincrasia.

Providencialmente la Palabra de Dios hoy gira en torno a la cruz de nuestro Señor Jesucristo. La primera lectura tomada del Libro del Profeta Isaías, presenta la figura de un hombre injustamente torturado, que se ofrece voluntariamente al martirio, reconociendo en esto la voluntad de Dios. Igualmente Cristo se entregó al martirio que él mismo había profetizado. Isaías describe el martirio con las siguientes palabras: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos” (Is 50, 6). ¿Cómo pudo el profeta escribir con siglos de anticipación esta perfecta descripción de la pasión de Cristo, de la cual brinda más adelante otros pormenores proféticos? Luego el profeta continúa expresando que aquel hombre sufriente no perdía la confianza en el Señor que le hacía justicia.

El salmo 114 que hoy recitamos proclamando: “Caminaré en la presencia del Señor”, hace que cada hombre que sufre pueda tener la misma seguridad del mártir que profetizaba Isaías. Quien confía en el Señor, en las peores circunstancias podrá decir: “Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante, porque me prestó atención cuando lo llamaba”. Es la fe en un Dios que no está lejos de quien sufre y deposita en Él su confianza, pues: “El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo. El Señor guarda a los sencillos, estando yo sin fuerzas me salvó”. Cada persona que sufre, que cree en Dios y confía en Él, es una verdadera figura del Mártir del Calvario.

En el santo evangelio de hoy según san Marcos, los apóstoles le dan testimonio a Jesús de que la gente tiene ideas erráticas sobre su persona, diciéndole: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas” (Mc 8, 28). Hoy en día sigue habiendo ideas erráticas de la gente acerca de Jesús de parte de quienes jamás han leído los santos evangelios, de los que no frecuentan los sacramentos o de quienes ni siquiera hacen oración.

La idea más errática que esta de moda en la actualidad es la de aquellos que dicen creer en Cristo, pero no en su Iglesia. Un Cristo sin Iglesia es inconcebible; esto es algo imposible, ya que Cristo fundó la Iglesia y anunció que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (cfr. Mt 16, 18). La Iglesia es el cuerpo de Cristo en la tierra, en el cielo y en el purgatorio, y aunque los cristianos cometemos pecados tan graves como los de cualquier persona, él sigue estando con nosotros tal como lo prometió (cfr. Mt 28, 20).

Las maravillas que suceden en la Iglesia no se pueden atribuir a nosotros pecadores, sino a la cabeza de la Iglesia que le comunica su santidad. En la Iglesia hay de todo: obispos y sacerdotes santos, así como obispos y sacerdotes que cometen gravísimos pecados; lo mismo pasa con las religiosas, con los diáconos y con todos los laicos. Sin embargo nuestro pecado no puede destruir a la Iglesia y las promesas de Cristo; así como nuestra santidad no es lo que da validez a los sacramentos que realizamos y a la Palabra que proclamamos, sino lo es la presencia de Cristo en medio de nosotros, junto con la vida del Espíritu Santo que anima y vivifica al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

En nombre de todos, Pedro es el que confiesa la verdad: ¡Jesús es el Mesías!, es decir, el Cristo, el Ungido, el Elegido, el Consagrado del Padre. Luego Jesús les anuncia por primera vez su próxima pasión en la que morirá y después resucitará. Los judíos esperaban un mesianismo de tipo político que vendría a acabar con los romanos, así como con todos los enemigos de los judíos. También los apóstoles se imaginaban que Cristo iba a terminar como un rey triunfante en Israel, por lo que nunca hubieran pensado en la cruz para su Maestro. Pedro trata de disuadir a Jesús de esa idea, llevándoselo a parte, pero él lo reprende mirando a los demás discípulos, porque sabía que todos sentían y pensaban igual que Pedro.

Duras fueron las palabras de Jesús dirigidas a Pedro: “¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres” (Mc 8, 33). Todos ellos debieron escucharlo, porque ellos siendo buenos estaban juzgando según los hombres, así como nosotros también ¡cuántas veces no juzgamos según Dios, sino según los hombres! Con criterios materialistas, egoístas y de todo tipo, alejados del juicio de Dios, aconsejamos de este modo a los hijos, hermanos, amigos, haciendo el servicio de Satanás y no el de los ángeles.

Después Jesús se dirigió a sus discípulos y a la multitud invitando a quien lo quiera seguir a renunciar a sí mismo, a tomar su propia cruz (pues no hay dos cruces iguales) y a ir en pos de él. Ante todo nos asegura: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35). Lo más seguro es que no nos toque morir mártires, pero perdemos la vida a cada paso cuando en vez de elegir lo que más nos agrada o conviene, hacemos lo que le agrada al Señor, así como lo que le hace bien a nuestro prójimo.

La segunda lectura de hoy tomada de la Carta del Apóstol Santiago, nos habla de la fe auténtica. La fe no puede reducirse a razonamientos inteligentes ni a sentimientos emotivos, ni mucho menos a palabras bonitas. Por una interpretación equivocada, sacada de contexto y por leer al pie de la letra la Carta a los Romanos, algunos creen que san Pablo enseñaba que las obras no sirven para nada, pues la sola fe es la que salva; pero la enseñanza de san Pablo queda muy clara cuando dice: “En Cristo Jesús no tienen valor ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino la fe, que actúa por la caridad” (Gal 5, 6). Es lo mismo que enseña el apóstol Santiago al decir: “muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras te mostraré mi fe” (Sant 2, 18).

En este mes de la Patria olvidémonos de partidos y de ideologías, en cambio, pidámosle a Dios que nos dé un auténtico fervor patrio que nos lleve a tener una conciencia ciudadana, para comprometernos todos en favor del bien común.

¡Que viva México, tierra de Cristo Rey y de santa María de Guadalupe!

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

+ Gustavo Rodríguez Vega Arzobispo de Yucatán


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