“Ya saben que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen.” (Mc 10, 42)
Ki’óolal lake’ex ka t’aane’ex ich maya, kin tsik te’ex ki’imak óolal yéetel in puksi’ikal. Bejla’e’ Jesús ku ya’alik to’ one’ bix u páajtal a beetik a kuxtal ma’alo’obe’ ma’ je’el bix le nukuch jalachilo’obo’ yéetel le ayk’alo’ob te’ yo’okolkaba’; wa ma’ je’el bix Leti’: meyajo’ob éet láakilo’ob.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludos con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo vigésimo noveno del Tiempo Ordinario, fiesta del Domingo Mundial de las Misiones, DOMUND.
Aunque toda la obra de evangelización en cada diócesis significa cumplir con la misión que Cristo encomendó a su Iglesia, llamamos “misioneros” a los miles de hombres y mujeres que en la actualidad han dejado su patria para ir a llevar el Evangelio a naciones donde la Iglesia apenas está naciente. Los misioneros son hombres y mujeres que han recibido una vocación especial de Cristo para marchar a otras tierras llevando la luz del santo Evangelio.
El DOMUND es una fiesta que nos viene a recordar en esencia que todo bautizado es misionero en la Iglesia, que todos y cada uno tenemos deberes de oración y ayuda material en favor, no sólo de los misioneros, sino también de toda la gente que evangelizan en seminarios, hospitales, orfanatorios, asilos, dispensarios, escuelas, etc. en los lugares de más pobreza en el mundo. Por eso hoy ofrecemos nuestras eucaristías por las misiones de la Iglesia y por todos nuestros misioneros enviados “ad gentes”, es decir, a los pueblos del mundo entero. Nuestra colecta de este día llegará hasta los puntos más lejanos que podamos imaginar, a las obras más necesitadas que realiza nuestra Iglesia en favor de los más pobres de este mundo.
Por la fiesta del DOMUND cambiamos hoy la primera lectura y el salmo responsorial. Hoy tomamos otro pasaje del profeta Isaías que nos habla de la universalidad de la salvación: “Caminarán los pueblos a tu luz y los reyes, al fulgor de tu aurora. Levanta los ojos y mira alrededor: todos se reúnen y vienen a ti” (Is 60, 3-4). El salmo 116 es una invitación a la alabanza universal al Señor, pero el estribillo que repetimos es un pasaje del evangelio que nos recuerda el envío original misionero que hizo Jesús a sus discípulos antes de ascender al cielo: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio”.
En la segunda lectura seguimos escuchando la Carta a los Hebreos, en la que hoy se nos invita a crecer nuestra confianza en el intercesor que tenemos en el cielo, el sumo sacerdote, que es capaz de compadecerse de nosotros, porque compartió todas nuestras realidades humanas, menos el pecado. Una de las canciones del romanticismo mexicano dice una gran mentira que como cristianos no podemos aceptar; la letra dice: “En este mundo tan profano, quien muere limpio no ha sido humano”, cuando en realidad lo nuestro no es el pecado y vivir sin pecar nos acerca más y más a nuestra auténtica naturaleza de ser imagen y semejanza del mismo Dios. Luego la canción continúa diciendo: “Si vieras qué terrible, resulta la gente demasiado buena, como no comprenden parece que perdonan, pero en el fondo siempre te condenan”; así esta afirmación refleja solamente la conciencia personal de quien no puede perdonarse a sí mismo. Es totalmente falso que para perdonar tenemos necesariamente que haber incurrido en los mismos errores, pues en realidad lo único necesario para el perdón es el amor.
Seamos críticos con las canciones que escuchamos y cantamos, no para dejarlas de cantar o escuchar, sino para no bebernos el mortal veneno que muchas de ellas contienen en sus letras, incluyendo hasta blasfemias. A veces las escuchamos o las cantamos sin darnos cuenta de su contenido, por lo que aún inconscientemente podemos estar asimilando mensajes contrarios a nuestra fe.
Leamos la vida de cualquier santo y nos daremos cuenta del gran amor que profesaban a los más grandes pecadores y hasta a sus propios verdugos; como santa María Goretti, aquella adolescente italiana de doce años que herida mortalmente por su vecino Alessandro de dieciocho, al negarse a entregarse a él. Cuando le preguntaron a María Goretti si perdonaba a su vecino Alessandro, ella contestó: “No sólo lo perdono, sino que lo quiero en el cielo conmigo”. Años después, Alessandro ya convertido, habiendo purgado su pena en prisión, asistió a la misa donde María Goretti fue canonizada por el Papa Pío XII. Si los santos saben perdonar a sus hermanos, imagínense ustedes a Jesús, nuestro sumo sacerdote ante el altar del cielo, quien estando en la cruz oraba por sus verdugos diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
En el santo evangelio de hoy, según san Marcos, luego de que Jesús anuncia por tercera ocasión a sus discípulos su próxima pasión, muerte y resurrección, ellos continúan sin entender lo que esto significa. La prueba de esto es que dos de ellos, los hermanos Santiago y Juan, se le acercan a Jesús para solicitarle el sentarse cada uno de ellos en su Reino, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús habla de su aparente fracaso, de ser rechazado, de sufrir una muerte terrible, mientras que estos dos piensan en él éxito humano.
Por eso Jesús les hace ver que no saben lo que están pidiendo y les pregunta si pueden pasar la prueba que él mismo ha de pasar, así como ser bautizados con el bautismo con que él será bautizado. Ellos muy seguros le contestan que sí pueden, a lo que Jesús les profetiza que efectivamente, sí podrán pasar esa prueba y recibir ese bautismo. Claro que no entendieron que se trataba de una prueba de muerte y de un bautismo de sangre, como de hecho fueron martirizados años más tarde.
Los otros diez discípulos al escuchar esta plática se indignaron contra estos dos hermanos. A lo mejor tú y yo nos indignamos también cuando nos damos cuenta que un compañero nos trata de “madrugar” como se dice vulgarmente, al buscar “hacer la barba” a un superior, es decir, granjearlo o hacer cualquier cosa para ascender en el trabajo o en un cargo político, incluso hasta en un cargo dentro de la Iglesia. Quien se indigna por estas cosas evidencia que también desearía ese ascenso o ese cargo. Quien siente envidia por estas cosas, en el fondo es porque también las desea.
Jesús les dice a todos: “Ya saben que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen” (Mc 10, 42). A los mexicanos nos están prometiendo que eso ya se acabó, que ya no habrá más corrupción ni abuso de poder. Algunos creen totalmente en esta promesa, otros no lo creen en absoluto, pero la mayoría pensamos que ojalá lo veamos realmente cumplido, pues de que se puede, se puede. De hecho han habido gobernantes santos en la historia de la humanidad (en otros tiempos y en otros pueblos), que en verdad amaban a Dios y a su pueblo. Sin embargo, de ordinario las cosas son como dice Jesús.
Lo importante es que no sea así entre nosotros, sino que como dice Jesús: “el que quiera ser grande sea su servidor, y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos” (Mc 10, 43-44). Lo más maravilloso de esta enseñanza es que Jesús cumple con este perfil de servidor, ya que vino precisamente “a servir y a dar la vida por la redención de todos”. Tengamos cada uno este proyecto para nuestras vidas, de ser en verdad servidores de los demás.
Sigamos orando por el Sínodo de los Jóvenes que continúa su realización en Roma, para que sus conclusiones lleguen a hacerse vida entre nosotros al igual que en todo el mundo.
Continuemos en este mes de octubre con el rezo del santo Rosario, sin dejar la oración del “Bajo tu amparo”, así como la oración a san Miguel Arcángel contra las asechanzas del Demonio en contra de nuestra Iglesia y del mundo entero.
También dediquemos en este domingo una oración muy especial por nuestros hermanos y hermanas que ejercen la profesión médica. El pasado jueves 18 de octubre celebramos la fiesta del evangelista san Lucas, autor del “Tercer Evangelio”, y como hemos de saber, él fue médico y es patrono de los médicos. Además el próximo martes 23 se celebrará el “Día del Médico”. Felicitemos a nuestros médicos en ese día ya que le dan una gran ayuda a Dios y a nosotros al devolvernos la salud; y que los médicos creyentes recuerden que la grandeza y nobleza de su profesión estriba en el hecho de que Jesús, el Señor, se hace presente en la persona de los enfermos, según nos dice: “Estuve enfermo y me visitaron” (Mt 25, 36). Servir al enfermo es servir a Cristo.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega Arzobispo de Yucatán
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